Desde la cueva: subiacos y ciudadelas
Reuniones, asambleas, planes… todo nuestro quehacer busca luces acerca de qué nos pide el tiempo actual, cómo podemos llegar al hombre de hoy y cuál puede ser la última ocurrencia para atraer a los jóvenes, a los matrimonios… al seno de la Iglesia.
Muchas son las voces que plantean
un cambio en la enseñanza de la Iglesia para adecuar nuestra predicación a las
sensibilidades propias de nuestro tiempo: una suerte de pseudo-aggiornamento
que buscaría sustituir el Depósito de la fe por la “Agenda 2030” para resultar “más
atractivos” y “más cercanos”…
Otros, por su parte, proponen
transportarse a un determinado momento de la historia de la Iglesia y
trasponer, tal cual, los métodos y herramientas de aquel momento para “salir de
la crisis actual”, en un intento por mantenerse fieles a unos usos y costumbres
que quieren hacer pasar por Tradición bimilenaria de la Iglesia.
En numerosas ocasiones nos
encontramos ante la tentación de romper con todo y realizar una huida hacia
delante o hacia atrás, para solucionar aquello que nos resulta difícil o
incomprensible en el mundo que nos rodea o, tal vez, la tentación sea crear un
caparazón que nos proteja y nos ayude a tener un resguardo “hasta que amaine el
temporal” pero, si ponemos nuestra mirada en el Señor, si tomamos como ejemplo
la vida de los santos… nos daremos cuenta de que la respuesta a todos nuestros
quebraderos de cabeza pasa por una humilde docilidad a voluntad de Dios, dejándonos
guiar por el Espíritu Santo. Esto puede resultar algo pretencioso o una
intentona espiritualista para resolver el entuerto ganando algo de tiempo, a la
espera de que la solución nos caiga de cielo o se nos regale como receta mágica
en la que lo único que tengamos que hacer sea conseguir unos cuantos
ingredientes y seguir una serie de, más o menos fáciles, pasos de elaboración.
Hubo un tiempo, a caballo entre
los siglos V y VI, en que occidente veía tambalearse las bases de su mundo y su
cultura. La decadencia de un imperio asediado por los bárbaros hacía prever el
fin de una sociedad que, olvidadas sus raíces, hacía ya tiempo que desconocía
quién era. En medio de esta vorágine, encontramos la figura de un joven que,
rondando los 20 años, no se veía capaz de formar parte de ese juego y vio, como
único remedio para hacer frente a la decadencia y la barbarie, retirarse a una
recóndita cueva, en Subiaco, desde donde poder responder a su deseo de Dios.
Éste será lugar de lucha contra la autoafirmación y la sensualidad, de
pacificación del alma y…, con los años, considerado por muchos como lugar en
que occidente resurgió de sus cenizas.
Nuestro tiempo es similar al de
ese joven, llamado Benito: el fin de una época, una Europa sumida en una
profunda crisis existencial que, asediada por “sus nuevos bárbaros”, es incapaz
de reescribir lo que parece la crónica de una muerte anunciada. Puede que hoy,
como entonces, haya jóvenes que no estén dispuestos a vivir según los cánones
de normalidad de la decadencia, que miren a su alrededor y se descubran “bichos
raros” por no querer sucumbir al derrumbe al que nos abocan la fealdad y la
mentira. ¿Han de retirarse, necesariamente, también ellos a una cueva, a una ermita… a un lugar
recóndito para poder resistir y reedificar? ¿Han de huir del mundo, para
sobrevivir a la barbarie del Mundo?
La respuesta que se me antoja es,
más bien, que no es cuestión de huir, de crear guetos… sino que la verdadera
necesidad para salir de esta encrucijada, reside en hacer de la propia
existencia nuestro Subiaco y de nuestras pequeñas comunidades y parroquias auténticas
ciudadelas de Dios.
A pesar de las muchas
dificultades externas (e internas), a pesar de las contrariedades y los envites…
nadie puede impedir que un joven luche, se rebele… y haga de su corazón el
lugar de la búsqueda sincera de Dios. Un lugar de reconstrucción del ser, de
maduración ante la seducción del yo y de descanso pacífico en la voluntad y los
brazos de aquel que es el Camino, la Verdad y la Vida. Haciendo de su
existencia un Subiaco, no como lugar de evasión intimista, sino de
consolidación de la virtud y la libertad, como lugar de una honesta búsqueda de
Dios, será capaz de irradiar su vida en Cristo a los demás. No será necesario
que se recluya en ninguna cueva o monasterio ya que su propia vida será el
lugar de su encuentro permanente con el Señor.
Del mismo modo, nuestras
comunidades podrán convertirse en oasis en medio del desierto, en vergeles en
medio de la tierra arrasada por las llamas del consumo, la indiferencia y la
mentira. Todo esto es posible, aunque no fácil, si estamos dispuestos a morir
al mundo, a cargar con el yugo suave y llevadero de Aquel que nos llama a
seguirlo. Es necesario que nuestras familias, nuestros grupos, se constituyan
en minorías creativas con “una herencia de valores que no son algo del pasado, sino una realidad muy viva y actual”. No podemos quedarnos de brazos cruzados
esperando a que sea otro el que responda sí, para sacarnos del atolladero.
Debemos, con la audacia de los santos, dar un paso al frente para dar con las
nuevas luces que el Espíritu Santo está irradiando sobre nosotros, y que nos
muestran el sendero.
Es necesario que, para poder
salir, para abrir las puertas de nuestra Iglesia, antes existan las murallas y
las puertas de la ciudadela, pues nadie puede salir de aquello que no existe
como lugar. Edifiquemos nuestros “Subiacos”, nuestras ciudadelas de Dios, para
que como faros esplendentes alumbren, del mismo modo que los monasterios benedictinos
alumbraron la Europa de su tiempo desde lo alto de los montes, la vida de los
varones y mujeres que hoy, aun sin saberlo, buscan y anhelan a Dios.
Subiacense
Más que preocuparnos por hacer las mismas lecturas, yo creo que deberíamos incidir más en las actitudes existenciales que tenemos y preguntarnos si son verdaderamente cristianas y evangélicas. No es que no crea necesario crear como un fondo de orientación para autoformarnos, pero podemos crear el problema de un uniformismo cultural y espiritual. Dentro del gran abanico de figuras y obras del cristianismo, la variedad y la preferencia de cada uno enriquece a todos, lo importante es trasmitir la inquietud y los descubrimientos e inquietudes.
ResponderEliminarDe todas formas yo propongo como primeras fuentes: la lectura diaria de la Biblia, el derecho romano, la historia sagrada junto con la historia de Grecia y Roma. Y como obra que sintetiza lo anteriormente dicho y que inspiró a Carlomagno y a tantos hombres: La Ciudad de Dios de San Agustín.